Perfume de algas
Ahora sueño al percibir otra vez el perfume de las algas de este mar. Un perfume único en el mundo. Su frescura punzante aquí es enorme, como la náusea que la acompaña.
Alejandro Magno
“¿Por qué esos hombres escarban como hormigas bajo esa mezquita, en tumbas de santones y bajás en todas esas galerías?”
“Buscan la sema donde Alejandro Magno recibió su sepultura y honores como un dios”.
Quizá no regrese a la luz, en su féretro de cristal, el cuerpo embalsamado del venturoso monarca; pero esta ciudad que él erigió sobre la arena fue, durante nueve siglos, la caldera en que se consumieron y fundieron los sueños de Oriente y Occidente. El hecho de sacarla a la luz es algo que merece toda la veneración en siglos venideros.
Alejandro, lleno de ceñuda gracia sobre el ímpetu del caballo, como puede verse en antiguas figuras, de los veinte a los treinta y tres años de su rápida existencia, realizó prodigios, y siempre lo he admirado como el modelo de la juventud.
Nació cuando comenzaba a propagarse la idea de que ser griego no dependía de la sangre sino de la educación; cuando corría la voz de que digno de llamarse griego era quien, en virtud de sentirse tal, demostraba ser hombre verdadero al colocar su dignidad en la plenitud humana. Nació cuando surgía el helenismo, esa corriente de ideas que impelía al griego a sentir su misión no como algo municipal sino universal. El discípulo de Aristóteles también era fruto de una tierra a la antigua.
A Filipo, su padre –del cual fue heredero a los veinte años de edad-, debió el ordenamiento rural de la Macedonia, de la que fue rey, y la lúcida energía que impuso al comando en la guerra de los demás estados griegos, presa ya de las discordias civiles. Olimpia, su madre, era de sangre furibunda: portaba como collar una serpiente viva. Era natural que Alejandro no pudiese concebir la idea del helenismo, que también la animaba, sino mediante una fantasía homérica.
Basta echar una ojeada a un mapa para medir la vastedad de su aventura, la primera grande de Occidente. Empleando los nombres actuales, ésta incluía Egipto y Cirenaica; en Asia Menor, Siria, Palestina, Armenia, Kurdistán, Mesopotamia, Persia, Bujara, Afganistán y Beluchistán. Cruzó el Indo.
El imperio se desmembra al morir Alejandro; pero no cesa, en vastas zonas, el dominio helénico; y no cesa lo que habría de tener consecuencias memorables incluso en la India: la prosecución espiritual de la aventura. Se establece una prolongada convivencia de la civilización europea con varios mundos orientales, una lenta corrupción de pensamientos y de formas que renovaría el mundo.
Se ha dicho que Alejandría fue la caldera donde el complejo tormento antiguo alcanzó la solución. Y por muchas razones. En principio, me parece, porque Alejandría se convirtió en el puerto del mundo; por surgir más acá del umbral de Egipto, en cierto sentido, Alejandría no formaba parte de Egipto. Ciudad extranjera, distante del Nilo, Egipto es un oasis cerrado. La suya fue una civilización singular, que recibió de la naturaleza y pidió al arte todas las precauciones para permanecer impenetrable en torno de su río.