Por Leopoldo Marechal
Estos fragmentos pertenecen al texto inédito hasta ahora en versión completa, según apareció en la nueva edición de Cuaderno de navegación (Seix Barral, 2008). La numeración discontinua pertenece al original.
1. José María, en La Nación del 17
de noviembre de 1963, H. A. Murena, objetando polémicamente al crítico
uruguayo Rodríguez Monegal ciertas apreciaciones de su libro Narradores
de esta América dice, refiriéndose a mí: “Marechal constituye un caso
remoto por la doble razón de ser argentino y de que, a causa de su
militancia peronista, se hallaba excluido de la comunidad intelectual
argentina”.
Ciertamente, y como sabes, yo venía registrando en mí, desde 1948 en
que apareció mi Adán Buenosayres, los efectos de tal exclusión, operada,
según la triste característica de nuestros medios intelectuales, con el
recurso fácil de los silencios y los olvidos prefabricados. La
declaración de Murena fue un acto de valentía intelectual, como lo
fueron las de Sabato repetidas en numerosas instancias. Y su
confirmación de lo que yo había experimentado en carne propia me llevó a
estas dos conclusiones: 1º, la “barbarie” que Sarmiento denunciara en
las clases populares de su época se había trasladado paradójicamente a
la clase intelectual de hoy, ya que sólo bárbaros (¡oh, muy lujosos!)
podían excluir de su comunidad a un poeta que hasta entonces llamaban
hermano, por el solo delito de haber seguido tres banderas que creyó y
cree inalienables; y 2º, desde 1955 no sólo tuvo nuestro país un
Gobernante Depuesto, sino también un Abogado depuesto, un Médico
Depuesto, un Militar Depuesto, un Cura Depuesto y (tal mi caso) un Poeta
Depuesto. Cierto es que las “deposiciones” de muchos
contrarrevolucionarios de aquel Partido Socialista, en su brega
parlamentaria, logró victorias que merecen el recuerdo y la gratitud de
los que conocimos en tiempo y lugar el desamparo de los humildes. Pese a
los afanes de la literatura en que se vio envuelta mi vida, lo seguí
votando reiteradamente. Por aquel entonces el radicalismo, a la sombra
de Hipólito Yrigoyen, se convertía en otro polo atrayente de las masas:
es indudable que Yrigoyen era un conductor nato, de los que suscitan
casi mágicamente la fe y la esperanza de una multitud. Los pueblos, en
su íntima “substancialidad”, han encarnado siempre y encarnarán en un
hombre el Poder abstracto que ha de redimirlos, ya sea un monarca, un
presidente o un líder. Si bien se mira, todas las gestas de la historia
se han resuelto por un caudillo “esencial” que obra sobre un pueblo
“substancial”, así como la “forma” (en el sentido aristotélico) actúa
sobre la “materia”. De tal modo, la democracia se hace visible y audible
en un multitudinario “asentimiento”, rico en energías creadoras; y tal
asentimiento es la vox pópuli y la vox Dei, origen del Poder que la
democracia reconoce en el “pueblo soberano”. Ahora bien, si la
democracia se despersonaliza, entra en la deshumanización de un Poder
que se da como la fría respuesta de una computadora electrónica: el
gobernante se convierte así en un robot humano, el gobierno se trueca en
una “administración”, y los pueblos caen en la inercia o en el vacío de
su “potencialidad” vacante. Retornando a Yrigoyen, obtuvo sin duda el
asentimiento de una gran mayoría; pero sólo fue un asentimiento de cuño
sentimental, y como “en potencia” de los “actos” que debía cumplir el
líder con ella y que nunca se dieron. Desde Francia seguí yo en 1930 el
epílogo de aquella historia: el derrumbe de un conductor fantasmal,
inmóvil e invisible como un ídolo en su isla de la calle Brasil; y el
derrumbe de un régimen que vegetaba merced a un asentimiento popular ya
estéril al no recibir ninguna respuesta.
8. En aquellos días una gran crisis espiritual me
llevó al reencuentro del cristianismo. Dije “reencuentro” sólo en
atención a la fe cristiana de mi linaje que yo había olvidado más que
perdido. En realidad, se dio en mí una toma de conciencia del Evangelio,
vívida y fecunda por encima de tantas piedades maquinales. Y,
naturalmente, en su aplicación al orden económico social (el único que
atañe aquí al Poeta Depuesto), se me impuso la doble y complementaria
lección crística del amor fraternal, y la condenación del “rico” en
tanto que su pasión acumulativa trastorna “el orden en la distribución”
asignado tan admirablemente a la Providencia Divina en el Sermón de la
Montaña. Por aquellos años, en los Cursos de Cultura Católica y en las
reuniones del Convivio que gobernaba con alegre teología el inolvidable
César E. Pico, fui conociendo a los jóvenes nacionalistas que se
agrupaban ya en torno de flamantes banderas. Los conocí a todos y no
daré sus nombres en el temor de omitir alguno: me limitaré a
sintetizarlos en Marcelo Sánchez Sorondo, que todavía hoy agita su
bandera, ofreciendo la imagen de un combatiente solitario y bello en la
medida de su obstinación militante. Pero el nacionalismo argentino, en
razón de su intelectualidad, no llegó a construir más que un “Parnaso
teórico” de ideas y soluciones que, sin embargo, contribuyó no poco a la
formación de una conciencia nacional que pasaría luego al orden
práctico de las realidades. A mi entender, si el nacionalismo no salió
de su órbita especulativa, fue porque le faltó el conocimiento de “lo
popular”. El conocimiento precede al amor, dice la vieja fórmula: nadie
ama lo que no conoce previamente. Y el amor al pueblo se logra cuando se
lo conoce. Un pueblo, al saberse conocido y amado, se rinde a las
empresas que lo solicitan. Por lo contrario, la ignorancia engendra el
temor; y el que no conoce al pueblo lo teme como a una entidad peligrosa
en su misterio substancial.
9. Llegamos así al justicialismo, esbozado como
doctrina revolucionaria desde 1943 a 1945 por un Líder cuyo nombre
también fue silenciado por decreto. La revolución justicialista se nos
presentaba como una “síntesis en acto” de las viejas aspiraciones
nacionales tantas veces frustradas; y lo hacía enarbolando tres banderas
igualmente caras a los argentinos: la soberanía de la Nación, su
independencia económica y su justicia social.
No es extraño, pues, que el 17 de octubre de 1945 se diera la única
revolución verdaderamente “popular” que registra nuestra historia, y que
se diera en una expresión de masas reunidas, no por el sentimentalismo
ni por el resentimiento, sino por una conciencia doctrinaria que les dio
unidad y fuerza creativa. Y sostengo ahora que la gran obra del
justicialismo fue la de convertir una “masa numeral” en un “pueblo
esencial” o esencializado, hecho asombroso que muchos no entienden aún, y
cuya intelección será indispensable a los que deseen explicar el
justicialismo en sus ulterioridades inmediatas (las de los últimos diez
años) y las que fatalmente se darán en el futuro argentino, ya sea por
la continuación de la doctrina, ya por su muerte simple y llana y su
substitución por otra de colores más temibles.
10. Volviendo a mi autobiografía política, ya sabes
que los diez años de mi graciosa proscripción intelectual, a partir de
1955, constituyeron un oasis en el cual me fue dado resolver casi todos
mis problemas físicos y metafísicos. Y ciertamente, no me faltaron horas
para meditar en los eventos del país, en sus causas y sus efectos. Es
el producto de tales meditaciones lo que voy a consignar en las páginas
que siguen: lo hago con puros fines de servicio y hurtando tiempo a mi
verdadera vocación que nunca fue la de la política. Mis intervenciones
en ella se debieron a mi natura de “animal político” que Aristóteles
hace común a todos los hombres; y obré así con la sinceridad que, según
entiendo, inspira todos mis actos. Hombre soy; y el hombre, por el solo
hecho de vivir, es un ser “comprometido” ya desde su nacimiento hasta su
muerte. A través de las leyendas negras, las hipérboles negativas, los
histerismos de unos y la guerra psicológica de otros, analizaré, pues,
a) el gobierno justicialista, su naturaleza, virtudes y errores, b) el
alzamiento contrarrevolucionario que dio fin a la primera encarnación de
la doctrina; c) sus efectos ulteriores; y d) algunas perspectivas del
futuro nacional.
11. La mayor parte de las apreciaciones negativas
que se han formulado y se formulan acerca del gobierno del justicialismo
se basan en un punto de vista erróneo que hace imposible la intelección
del caso. El error consiste, a mi juicio, en considerar su accesis al
poder, en modo simplista, como el triunfo de un “partido político”
habitual, alcanzado en elecciones y circunstancias habituales, cuando lo
que triunfa entonces y accede al poder es nada menos que una
“revolución doctrinal” encarnada en una mayoría de pueblo que ni
siquiera se había organizado aún en “partido”. Lo que tal vez induzca en
error a esa crítica es el hecho “despistante” de que una revolución
integral, como la justicialista, llegase al poder, no según las vías
históricas del asalto y la violencia, sino por las muy amables de la
democracia y en la elección más inobjetable que se haya dado en nuestro
sistema representativo. Es una primera marca de “benignidad” cuyo
significado me reservaré por ahora. Claro está que por ser
“multitudinaria”, esa revolución asume la mayoría de los gobiernos
nacionales, provinciales y municipales; y no lo está menos que, por ser
“doctrinal”, esa revolución induce a sus gobernantes cierta “unanimidad”
de pensamiento y de acción, que surge de la doctrina misma y no de la
obsecuencia general frente a un dictador, según el esquema idiota que
suele aplicar el cine yanqui a las revoluciones latinoamericanas. Pero,
naturalmente, la unanimidad a que me referí, ejercitada por una mayoría
en obra, confiere al conjunto el carácter de una “dictadura”. Y eso hace
chillar a la “minoría” que no puede o no sabe o no quiere admitir el
hecho revolucionario.
12. Ahora bien, como todo proceso vital, una
revolución auténtica necesita defenderse de sus agresores; y como todo
proceso ideológico, necesita los recursos expansivos del
adoctrinamiento, capaces de ganar al adversario y al indiferente. Uno y
otro aspectos, el de la defensa y el de la propaganda, suelen dar en
abusos de color “tiránico”; y será interesante analizar cómo se
desempeñó el justicialismo en ambas asignaturas. Defendiendo su
realización en marcha y en el uso de un “derecho revolucionario” que no
se le discute a ninguna revolución auténtica, el justicialismo se limitó
a restringir algunas libertades individuales frente a las tentativas de
contrarrevolución que se dieron casi desde su principio, o en menoscabo
del “derecho de pataleo” que recababa una minoría de políticos fuera de
uso y de intelectuales que sólo se jugaron al fin en la intimidad
segura de sus casas o en “autodestierros” grises, donde alcanzaron la
palma de un martirio incruento que más tarde les daría fáciles rentas.
Nuevamente, y contra las prácticas históricas de los paredones de
fusilamiento, la revolución justicialista presentó una “marca de
benignidad” que dejó en pie a todos sus enemigos. No procedió así la
contrarrevolución de 1955, ya que usó el fusilamiento en su instrumental
represivo, la violencia legalizada y por último la muerte civil de una
mayoría social entera. Verdad es que tales aciertos “libertadores”
determinaron su vertiginoso, su increíble fracaso.
13. Veamos ahora, José María, el aspecto del
justicialismo en su acción de propaganda. Inicialmente, y durante algún
tiempo, se dio a la tarea de perfeccionar intelectualmente su doctrina y
de divulgarla con los recursos habituales de la publicidad. A mi
entender se logró en esos años, por adoctrinamiento, la consolidación de
una conciencia nacional y social, o como ya dije, la transmutación de
una masa numérica en un pueblo esencializado, lo cual, en adelante y
hasta hoy, haría ridícula la pretensión de “educar al soberano” que
siguen exhibiendo los políticos en quiebra electoral. Pero las cosas no
siguieron así. Recuerdo y recordarás que una mañana de 1946, en un viejo
edificio de la calle Piedras, el entonces coronel Perón, al
desarrollarse sus planes de futuro, calculó hasta “el desgaste de
prestigio” que le ocasionaría la ejercitación del poder. Ciertamente,
cualquier plan teórico, llevado al orden contingente de la práctica,
sufre limitaciones y frustraciones inevitables que provienen o de una
resistencia del medio a trabajarse o de la naturaleza falible de los
hombres que han de trabajarlo. No hay duda, por ejemplo, de que si la
humanidad aplicase integralmente a este mundo la enseñanza crítica del
Sermón del Monte, todos los problemas que nos afligen se resolverían de
súbito; sin embargo, dos milenios de cristiandad no han conseguido ni
parecen acercarse a esa meta dichosa. Volviendo a nuestro asunto,
convendrás conmigo que una revolución en marcha tendría que defenderse
más de sus “enemigos internos” que de sus enemigos exteriores.
14. Y son sus “enemigos internos”: a) los que,
habiéndose negado en “las duras”, se acercan a “las maduras” y
constituyen esa legión de “obsecuentes” y “usufructuarios” que acaban
por desfigurar el esquema de una revolución y en destruirla por el
ridículo y la voracidad; b) los militantes útiles de la primera hora,
que no tardan en “aflojar las consignas”, ganados por la molicie del
triunfo, y que al dar por concluida la fase revolucionaria de un
movimiento que recién comienza inician ya la curva descendente de su
frustración; c) los “fieles” que ante la obsecuencia y los aflojamientos
ya dichos concluyen por resentirse y distanciarse de la lucha. José
María, te dediqué una vez mi Didáctica de la Patria; y la continuaré
ahora diciéndote que, si un día llegas a ser un Líder vencedor, te
guardarás primero de los obsecuentes. Si no lo haces, ellos te
envolverán con la telaraña de sus adulaciones mentirosas, para
desconectarte de la realidad y de los honestos combatientes que te
siguen; con inciensos no caros ellos tratarán de lanzarte a un
“dividismo” excluyente y de hacer que desbordes en los arabescos de tu
“individualidad”; y si les dejas arrastrarte por esa corriente, vendrá
la hora en que se aburrirán hasta los tuyos de tu sonrisa o tu oratoria
de líder, olvidando lo mucho bueno que ya hiciste y lo que de ti se
aguarda todavía. Un poco de todo ello se vio en el justicialismo
gobernante, como el exceso chillón de la propaganda individualista, el
afán hiperbólico de las glorificaciones prematuras, ciertas ingenuidades
de tipo folklórico y otras “exterioridades” que se debieron y pudieron
evitar en favor de la esencia “íntima” del movimiento. En cuanto a otras
exuberancias, no estoy de acuerdo con algunos enemigos: ciertos matices
populares de aquellas jornadas no son más “carnavalescos” que las
murgas, los sombreros historiados y los bailongos que nos exhiben las
campañas electorales de la USA.
En cuanto a la “marchita” famosa, te recordaré que en nuestras
últimas elecciones lanzaron la suya candidatos a legislador que apenas
obtuvieron algunos miles de votos.
17. Ante la manifestación popular del 17 de octubre
de 1945, alguien la definió torpemente como un “aluvión zoológico”.
Ciertamente, lo que allí se manifestaba era un aluvión, pero un “aluvión
étnico”, integrado por criollos que, a fuerza de ser pobres
consuetudinarios, no habían tenido nunca ni siquiera la posibilidad de
corromperse, e integrado por los hijos y nietos de aquellas migraciones
europeas que afluyeron masivamente al país desde la segunda mitad del
siglo pasado. Voy a referirme a esa parte “zoológica” del aluvión, ya
que, si no se la entiende, nuestra historia nacional de los últimos
tiempos continuará presentándose como un suceder ininteligible. Se narra
que una vez el general Roca, mirando desde un ventanal de la Casa
Rosada una columna de inmigrantes recién desembarcados, se preguntó qué
sucedería cuando los hijos de aquellos hombres llegaran al gobierno. Esa
pregunta sola define la agudeza intuitiva de aquel viejo militar, tan
admirable por muchos conceptos. Roca se limitó a especular sobre la
accesis de aquellos hombres futuros al poder: la consecuencia realmente
fundamental de aquellas migraciones está en el hecho de que, a través de
un siglo, sus descendientes fueron haciéndose notables en las ciencias,
en las artes, en las letras, en la creación empresaria, en las
jerarquías militares, en los hombres de iglesia, en los técnicos, en los
trabajadores especializados; todo lo cual forma hoy ese “pueblo
excepcional” que reconocen en nosotros hasta nuestros enemigos
exteriores. Claro está que todo ese trabajo de adaptación y cruce de
familias europeas tuvo un soporte generoso en la criolledad anónima, la
cual ofreció puentes naturales, imprimió sus caracteres y adoptó muchos
de los foráneos, con la sencilla espontaneidad de quien integra una
renovación biológica, y sin más incidentes que los ofrecidos, en modo
cómico, por aquel encuentro de razas que documentó en su hora el sainete
nacional (¡yo fui testigo!). Pero algo desentonaba en el conjunto: fue
una minoría que vio esas novedades primero con orgulloso desdén, más
adelante con inquietud y al fin con un temor que linda hoy con el
pánico. Es lo que se designó más tarde con el nombre de “oligarquía” y
en la cual el justicialismo vio a su antagonista nato desde las primeras
escaramuzas.
25. Hoy, a diez años de su proscripción, el
justicialismo está ofreciendo al devenir posible de la nación un pueblo
esencializado todavía en un sistema doctrinal casi perfecto. Desde su
enunciación, esa doctrina se nos viene dando como una fuerza ideológica
que no sólo responde a la tradición occidental y cristiana de nuestro
ser argentino sino que sigue ofreciéndosenos como una “tercera posición”
entre los dos frentes que se disputan la hegemonía del mundo (...). De
tal modo el justicialismo aun ofrece un pueblo cuya firmeza doctrinaria
resistió durante una década los embates y acechanzas de sus enemigos
visibles e invisibles, y que se acrecienta con el ingreso masivo de
nuevas generaciones. Es un pueblo que, todavía en su incapacidad de
resentimiento y en la conciencia de su verdad, solicita la intelección
de sus opositores frente a cegueras que parecerían incurables.
26. Así doy fin a estas aclaraciones de un Poeta
Depuesto. Bien sabe Dios que sólo un afán de servicio en el
esclarecimiento de las cosas me ha llevado a escribir estas páginas,
robándoles tiempo a otras labores de mi pluma. Y me pregunto ahora, José
María, si aquel Leopoldo Marechal, el comunero de París, y aquel
Alberto Marechal, el trabajador uruguayo, bendecirían hoy a este
Leopoldo Marechal, el poeta, que se vio excluido de la intelectualidad
argentina por seguir un pendón a su entender indeclinable.
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