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martes, 20 de noviembre de 2012

El poeta depuesto

Por Leopoldo Marechal

Estos fragmentos pertenecen al texto inédito hasta ahora en versión completa, según apareció en la nueva edición de Cuaderno de navegación (Seix Barral, 2008). La numeración discontinua pertenece al original.


1. José María, en La Nación del 17 de noviembre de 1963, H. A. Murena, objetando polémicamente al crítico uruguayo Rodríguez Monegal ciertas apreciaciones de su libro Narradores de esta América dice, refiriéndose a mí: “Marechal constituye un caso remoto por la doble razón de ser argentino y de que, a causa de su militancia peronista, se hallaba excluido de la comunidad intelectual argentina”.

Ciertamente, y como sabes, yo venía registrando en mí, desde 1948 en que apareció mi Adán Buenosayres, los efectos de tal exclusión, operada, según la triste característica de nuestros medios intelectuales, con el recurso fácil de los silencios y los olvidos prefabricados. La declaración de Murena fue un acto de valentía intelectual, como lo fueron las de Sabato repetidas en numerosas instancias. Y su confirmación de lo que yo había experimentado en carne propia me llevó a estas dos conclusiones: 1º, la “barbarie” que Sarmiento denunciara en las clases populares de su época se había trasladado paradójicamente a la clase intelectual de hoy, ya que sólo bárbaros (¡oh, muy lujosos!) podían excluir de su comunidad a un poeta que hasta entonces llamaban hermano, por el solo delito de haber seguido tres banderas que creyó y cree inalienables; y 2º, desde 1955 no sólo tuvo nuestro país un Gobernante Depuesto, sino también un Abogado depuesto, un Médico Depuesto, un Militar Depuesto, un Cura Depuesto y (tal mi caso) un Poeta Depuesto. Cierto es que las “deposiciones” de muchos contrarrevolucionarios de aquel Partido Socialista, en su brega parlamentaria, logró victorias que merecen el recuerdo y la gratitud de los que conocimos en tiempo y lugar el desamparo de los humildes. Pese a los afanes de la literatura en que se vio envuelta mi vida, lo seguí votando reiteradamente. Por aquel entonces el radicalismo, a la sombra de Hipólito Yrigoyen, se convertía en otro polo atrayente de las masas: es indudable que Yrigoyen era un conductor nato, de los que suscitan casi mágicamente la fe y la esperanza de una multitud. Los pueblos, en su íntima “substancialidad”, han encarnado siempre y encarnarán en un hombre el Poder abstracto que ha de redimirlos, ya sea un monarca, un presidente o un líder. Si bien se mira, todas las gestas de la historia se han resuelto por un caudillo “esencial” que obra sobre un pueblo “substancial”, así como la “forma” (en el sentido aristotélico) actúa sobre la “materia”. De tal modo, la democracia se hace visible y audible en un multitudinario “asentimiento”, rico en energías creadoras; y tal asentimiento es la vox pópuli y la vox Dei, origen del Poder que la democracia reconoce en el “pueblo soberano”. Ahora bien, si la democracia se despersonaliza, entra en la deshumanización de un Poder que se da como la fría respuesta de una computadora electrónica: el gobernante se convierte así en un robot humano, el gobierno se trueca en una “administración”, y los pueblos caen en la inercia o en el vacío de su “potencialidad” vacante. Retornando a Yrigoyen, obtuvo sin duda el asentimiento de una gran mayoría; pero sólo fue un asentimiento de cuño sentimental, y como “en potencia” de los “actos” que debía cumplir el líder con ella y que nunca se dieron. Desde Francia seguí yo en 1930 el epílogo de aquella historia: el derrumbe de un conductor fantasmal, inmóvil e invisible como un ídolo en su isla de la calle Brasil; y el derrumbe de un régimen que vegetaba merced a un asentimiento popular ya estéril al no recibir ninguna respuesta.

8. En aquellos días una gran crisis espiritual me llevó al reencuentro del cristianismo. Dije “reencuentro” sólo en atención a la fe cristiana de mi linaje que yo había olvidado más que perdido. En realidad, se dio en mí una toma de conciencia del Evangelio, vívida y fecunda por encima de tantas piedades maquinales. Y, naturalmente, en su aplicación al orden económico social (el único que atañe aquí al Poeta Depuesto), se me impuso la doble y complementaria lección crística del amor fraternal, y la condenación del “rico” en tanto que su pasión acumulativa trastorna “el orden en la distribución” asignado tan admirablemente a la Providencia Divina en el Sermón de la Montaña. Por aquellos años, en los Cursos de Cultura Católica y en las reuniones del Convivio que gobernaba con alegre teología el inolvidable César E. Pico, fui conociendo a los jóvenes nacionalistas que se agrupaban ya en torno de flamantes banderas. Los conocí a todos y no daré sus nombres en el temor de omitir alguno: me limitaré a sintetizarlos en Marcelo Sánchez Sorondo, que todavía hoy agita su bandera, ofreciendo la imagen de un combatiente solitario y bello en la medida de su obstinación militante. Pero el nacionalismo argentino, en razón de su intelectualidad, no llegó a construir más que un “Parnaso teórico” de ideas y soluciones que, sin embargo, contribuyó no poco a la formación de una conciencia nacional que pasaría luego al orden práctico de las realidades. A mi entender, si el nacionalismo no salió de su órbita especulativa, fue porque le faltó el conocimiento de “lo popular”. El conocimiento precede al amor, dice la vieja fórmula: nadie ama lo que no conoce previamente. Y el amor al pueblo se logra cuando se lo conoce. Un pueblo, al saberse conocido y amado, se rinde a las empresas que lo solicitan. Por lo contrario, la ignorancia engendra el temor; y el que no conoce al pueblo lo teme como a una entidad peligrosa en su misterio substancial.

9. Llegamos así al justicialismo, esbozado como doctrina revolucionaria desde 1943 a 1945 por un Líder cuyo nombre también fue silenciado por decreto. La revolución justicialista se nos presentaba como una “síntesis en acto” de las viejas aspiraciones nacionales tantas veces frustradas; y lo hacía enarbolando tres banderas igualmente caras a los argentinos: la soberanía de la Nación, su independencia económica y su justicia social.
No es extraño, pues, que el 17 de octubre de 1945 se diera la única revolución verdaderamente “popular” que registra nuestra historia, y que se diera en una expresión de masas reunidas, no por el sentimentalismo ni por el resentimiento, sino por una conciencia doctrinaria que les dio unidad y fuerza creativa. Y sostengo ahora que la gran obra del justicialismo fue la de convertir una “masa numeral” en un “pueblo esencial” o esencializado, hecho asombroso que muchos no entienden aún, y cuya intelección será indispensable a los que deseen explicar el justicialismo en sus ulterioridades inmediatas (las de los últimos diez años) y las que fatalmente se darán en el futuro argentino, ya sea por la continuación de la doctrina, ya por su muerte simple y llana y su substitución por otra de colores más temibles.

10. Volviendo a mi autobiografía política, ya sabes que los diez años de mi graciosa proscripción intelectual, a partir de 1955, constituyeron un oasis en el cual me fue dado resolver casi todos mis problemas físicos y metafísicos. Y ciertamente, no me faltaron horas para meditar en los eventos del país, en sus causas y sus efectos. Es el producto de tales meditaciones lo que voy a consignar en las páginas que siguen: lo hago con puros fines de servicio y hurtando tiempo a mi verdadera vocación que nunca fue la de la política. Mis intervenciones en ella se debieron a mi natura de “animal político” que Aristóteles hace común a todos los hombres; y obré así con la sinceridad que, según entiendo, inspira todos mis actos. Hombre soy; y el hombre, por el solo hecho de vivir, es un ser “comprometido” ya desde su nacimiento hasta su muerte. A través de las leyendas negras, las hipérboles negativas, los histerismos de unos y la guerra psicológica de otros, analizaré, pues, a) el gobierno justicialista, su naturaleza, virtudes y errores, b) el alzamiento contrarrevolucionario que dio fin a la primera encarnación de la doctrina; c) sus efectos ulteriores; y d) algunas perspectivas del futuro nacional.

11. La mayor parte de las apreciaciones negativas que se han formulado y se formulan acerca del gobierno del justicialismo se basan en un punto de vista erróneo que hace imposible la intelección del caso. El error consiste, a mi juicio, en considerar su accesis al poder, en modo simplista, como el triunfo de un “partido político” habitual, alcanzado en elecciones y circunstancias habituales, cuando lo que triunfa entonces y accede al poder es nada menos que una “revolución doctrinal” encarnada en una mayoría de pueblo que ni siquiera se había organizado aún en “partido”. Lo que tal vez induzca en error a esa crítica es el hecho “despistante” de que una revolución integral, como la justicialista, llegase al poder, no según las vías históricas del asalto y la violencia, sino por las muy amables de la democracia y en la elección más inobjetable que se haya dado en nuestro sistema representativo. Es una primera marca de “benignidad” cuyo significado me reservaré por ahora. Claro está que por ser “multitudinaria”, esa revolución asume la mayoría de los gobiernos nacionales, provinciales y municipales; y no lo está menos que, por ser “doctrinal”, esa revolución induce a sus gobernantes cierta “unanimidad” de pensamiento y de acción, que surge de la doctrina misma y no de la obsecuencia general frente a un dictador, según el esquema idiota que suele aplicar el cine yanqui a las revoluciones latinoamericanas. Pero, naturalmente, la unanimidad a que me referí, ejercitada por una mayoría en obra, confiere al conjunto el carácter de una “dictadura”. Y eso hace chillar a la “minoría” que no puede o no sabe o no quiere admitir el hecho revolucionario.

12. Ahora bien, como todo proceso vital, una revolución auténtica necesita defenderse de sus agresores; y como todo proceso ideológico, necesita los recursos expansivos del adoctrinamiento, capaces de ganar al adversario y al indiferente. Uno y otro aspectos, el de la defensa y el de la propaganda, suelen dar en abusos de color “tiránico”; y será interesante analizar cómo se desempeñó el justicialismo en ambas asignaturas. Defendiendo su realización en marcha y en el uso de un “derecho revolucionario” que no se le discute a ninguna revolución auténtica, el justicialismo se limitó a restringir algunas libertades individuales frente a las tentativas de contrarrevolución que se dieron casi desde su principio, o en menoscabo del “derecho de pataleo” que recababa una minoría de políticos fuera de uso y de intelectuales que sólo se jugaron al fin en la intimidad segura de sus casas o en “autodestierros” grises, donde alcanzaron la palma de un martirio incruento que más tarde les daría fáciles rentas. Nuevamente, y contra las prácticas históricas de los paredones de fusilamiento, la revolución justicialista presentó una “marca de benignidad” que dejó en pie a todos sus enemigos. No procedió así la contrarrevolución de 1955, ya que usó el fusilamiento en su instrumental represivo, la violencia legalizada y por último la muerte civil de una mayoría social entera. Verdad es que tales aciertos “libertadores” determinaron su vertiginoso, su increíble fracaso.

13. Veamos ahora, José María, el aspecto del justicialismo en su acción de propaganda. Inicialmente, y durante algún tiempo, se dio a la tarea de perfeccionar intelectualmente su doctrina y de divulgarla con los recursos habituales de la publicidad. A mi entender se logró en esos años, por adoctrinamiento, la consolidación de una conciencia nacional y social, o como ya dije, la transmutación de una masa numérica en un pueblo esencializado, lo cual, en adelante y hasta hoy, haría ridícula la pretensión de “educar al soberano” que siguen exhibiendo los políticos en quiebra electoral. Pero las cosas no siguieron así. Recuerdo y recordarás que una mañana de 1946, en un viejo edificio de la calle Piedras, el entonces coronel Perón, al desarrollarse sus planes de futuro, calculó hasta “el desgaste de prestigio” que le ocasionaría la ejercitación del poder. Ciertamente, cualquier plan teórico, llevado al orden contingente de la práctica, sufre limitaciones y frustraciones inevitables que provienen o de una resistencia del medio a trabajarse o de la naturaleza falible de los hombres que han de trabajarlo. No hay duda, por ejemplo, de que si la humanidad aplicase integralmente a este mundo la enseñanza crítica del Sermón del Monte, todos los problemas que nos afligen se resolverían de súbito; sin embargo, dos milenios de cristiandad no han conseguido ni parecen acercarse a esa meta dichosa. Volviendo a nuestro asunto, convendrás conmigo que una revolución en marcha tendría que defenderse más de sus “enemigos internos” que de sus enemigos exteriores.

14. Y son sus “enemigos internos”: a) los que, habiéndose negado en “las duras”, se acercan a “las maduras” y constituyen esa legión de “obsecuentes” y “usufructuarios” que acaban por desfigurar el esquema de una revolución y en destruirla por el ridículo y la voracidad; b) los militantes útiles de la primera hora, que no tardan en “aflojar las consignas”, ganados por la molicie del triunfo, y que al dar por concluida la fase revolucionaria de un movimiento que recién comienza inician ya la curva descendente de su frustración; c) los “fieles” que ante la obsecuencia y los aflojamientos ya dichos concluyen por resentirse y distanciarse de la lucha. José María, te dediqué una vez mi Didáctica de la Patria; y la continuaré ahora diciéndote que, si un día llegas a ser un Líder vencedor, te guardarás primero de los obsecuentes. Si no lo haces, ellos te envolverán con la telaraña de sus adulaciones mentirosas, para desconectarte de la realidad y de los honestos combatientes que te siguen; con inciensos no caros ellos tratarán de lanzarte a un “dividismo” excluyente y de hacer que desbordes en los arabescos de tu “individualidad”; y si les dejas arrastrarte por esa corriente, vendrá la hora en que se aburrirán hasta los tuyos de tu sonrisa o tu oratoria de líder, olvidando lo mucho bueno que ya hiciste y lo que de ti se aguarda todavía. Un poco de todo ello se vio en el justicialismo gobernante, como el exceso chillón de la propaganda individualista, el afán hiperbólico de las glorificaciones prematuras, ciertas ingenuidades de tipo folklórico y otras “exterioridades” que se debieron y pudieron evitar en favor de la esencia “íntima” del movimiento. En cuanto a otras exuberancias, no estoy de acuerdo con algunos enemigos: ciertos matices populares de aquellas jornadas no son más “carnavalescos” que las murgas, los sombreros historiados y los bailongos que nos exhiben las campañas electorales de la USA.
En cuanto a la “marchita” famosa, te recordaré que en nuestras últimas elecciones lanzaron la suya candidatos a legislador que apenas obtuvieron algunos miles de votos.

17. Ante la manifestación popular del 17 de octubre de 1945, alguien la definió torpemente como un “aluvión zoológico”. Ciertamente, lo que allí se manifestaba era un aluvión, pero un “aluvión étnico”, integrado por criollos que, a fuerza de ser pobres consuetudinarios, no habían tenido nunca ni siquiera la posibilidad de corromperse, e integrado por los hijos y nietos de aquellas migraciones europeas que afluyeron masivamente al país desde la segunda mitad del siglo pasado. Voy a referirme a esa parte “zoológica” del aluvión, ya que, si no se la entiende, nuestra historia nacional de los últimos tiempos continuará presentándose como un suceder ininteligible. Se narra que una vez el general Roca, mirando desde un ventanal de la Casa Rosada una columna de inmigrantes recién desembarcados, se preguntó qué sucedería cuando los hijos de aquellos hombres llegaran al gobierno. Esa pregunta sola define la agudeza intuitiva de aquel viejo militar, tan admirable por muchos conceptos. Roca se limitó a especular sobre la accesis de aquellos hombres futuros al poder: la consecuencia realmente fundamental de aquellas migraciones está en el hecho de que, a través de un siglo, sus descendientes fueron haciéndose notables en las ciencias, en las artes, en las letras, en la creación empresaria, en las jerarquías militares, en los hombres de iglesia, en los técnicos, en los trabajadores especializados; todo lo cual forma hoy ese “pueblo excepcional” que reconocen en nosotros hasta nuestros enemigos exteriores. Claro está que todo ese trabajo de adaptación y cruce de familias europeas tuvo un soporte generoso en la criolledad anónima, la cual ofreció puentes naturales, imprimió sus caracteres y adoptó muchos de los foráneos, con la sencilla espontaneidad de quien integra una renovación biológica, y sin más incidentes que los ofrecidos, en modo cómico, por aquel encuentro de razas que documentó en su hora el sainete nacional (¡yo fui testigo!). Pero algo desentonaba en el conjunto: fue una minoría que vio esas novedades primero con orgulloso desdén, más adelante con inquietud y al fin con un temor que linda hoy con el pánico. Es lo que se designó más tarde con el nombre de “oligarquía” y en la cual el justicialismo vio a su antagonista nato desde las primeras escaramuzas.

25. Hoy, a diez años de su proscripción, el justicialismo está ofreciendo al devenir posible de la nación un pueblo esencializado todavía en un sistema doctrinal casi perfecto. Desde su enunciación, esa doctrina se nos viene dando como una fuerza ideológica que no sólo responde a la tradición occidental y cristiana de nuestro ser argentino sino que sigue ofreciéndosenos como una “tercera posición” entre los dos frentes que se disputan la hegemonía del mundo (...). De tal modo el justicialismo aun ofrece un pueblo cuya firmeza doctrinaria resistió durante una década los embates y acechanzas de sus enemigos visibles e invisibles, y que se acrecienta con el ingreso masivo de nuevas generaciones. Es un pueblo que, todavía en su incapacidad de resentimiento y en la conciencia de su verdad, solicita la intelección de sus opositores frente a cegueras que parecerían incurables.

26. Así doy fin a estas aclaraciones de un Poeta Depuesto. Bien sabe Dios que sólo un afán de servicio en el esclarecimiento de las cosas me ha llevado a escribir estas páginas, robándoles tiempo a otras labores de mi pluma. Y me pregunto ahora, José María, si aquel Leopoldo Marechal, el comunero de París, y aquel Alberto Marechal, el trabajador uruguayo, bendecirían hoy a este Leopoldo Marechal, el poeta, que se vio excluido de la intelectualidad argentina por seguir un pendón a su entender indeclinable.

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