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jueves, 26 de febrero de 2015

"Aullido", por Allen Ginsberg (1)

Primera parte de la traducción al castellano. Versión de Gerardo Burton


 



Aullido y otros poemas
por Allen Ginsberg
"¡Arranquen las cerraduras de las puertas!
¡Arranquen las mismas puertas de sus quicios!"

Dedicatoria a
Jack Kerouac, nuevo Buda de la prosa norteamericana, que escupió su inteligencia en once libros escritos en la mitad de los años 1951-1956 -"En la carretera", "Visiones de Neal", "Dr. Sax", "Springtime Mary", "Los subterráneos", "San Francisco Blues", "Vagabundos del Dharma", "Libro de los sueños", "Levántense", "México City  Blues" y "Visiones de Gérard"- y  creó una prosodia bop y una literatura clásica original. Varias frases y el título de "Aullido" se tomaron de sus obras.


William Seward Burroughs, autor de "El festín desnudo", una novela sin fin que volverá locos a todos.

Neal Cassady, autor de "El primer tercero", una autobiografía (1949) que iluminó a Buda.
Todos estos libros se publican en el Cielo.


Aullido, para Carl Solomon,
por William Carlos Williams

Cuando él y yo éramos más jóvenes, conocí a Allen Ginsberg, un joven poeta que vivía en Paterson, New Jersey, donde él, hijo de un reconocido poeta, había nacido y crecido.
Ginsberg era físicamente de constitución débil y mentalmente estaba conmovido por la vida con que se había topado durante aquellos años inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial tal como se la mostraba en Nueva York. Estaba siempre a punto de irse, no importaba dónde; me alteraba. Nunca pensé que viviría para evolucionar y escribir un libro de poemas. Su capacidad para sobrevivir, viajar y seguir escribiendo me asombra. Y no es menos asombroso que haya continuado desarrollando y perfeccionando su arte.
Ahora, él se aparece quince o veinte años después con un poema impresionante. Literalmente, y sin ninguna duda, ha atravesado los infiernos. En el camino, conoció a un hombre llamado Carl Solomon, con quien compartió entre los dientes y el excremento de su vida algo que no puede descubrirse sino en las palabras que utiliza.
Este es un alarido de derrota. No una derrota total porque ha pasado por ella como si fuera una experiencia trivial. Todos somos derrotados en esta vida, pero si uno es un hombre, no está vencido.
Allen Ginsberg es un poeta que ha pasado, con su propio cuerpo, a través de las horripilantes experiencias de vida narradas en estas páginas. Lo asombroso de la cuestión no es que haya sobrevivido, sino que, desde las mismas profundidades encontrase a un individuo a quien amar. Un amor que celebra en estos poemas sin mirar al costado. Digan lo que quieran, él nos prueba que, pese a las experiencias más envilecedoras, el espíritu del amor sobrevive para ennoblecer nuestras vidas si tenemos el ingenio, el coraje y la fe (¡y el arte!) de perseverar.
La fe en el arte de la poesía va de la mano con este hombre en su Gólgota, desde ese matadero parecido en su forma al de los judíos en la guerra pasada. Pero esto ocurre en nuestro país, en nuestras más queridas proximidades. Estamos ciegos y vivimos nuestras ciegas existencias en absoluta ceguera. Los poetas están condenados pero no son ciegos, ven con los ojos de los ángeles. Este poeta ve a través y alrededor de los horrores que participa en los más íntimos detalles de su poema. No evita nada, por el contrario, experimenta todo a fondo. Lo contiene. Lo reclama como propio y creemos, se ríe de él y tiene el tiempo y el desafío de amar a un compañero de su elección y registrar ese amor en este bello poema.
Levanten el borde de sus faldas, damas, estamos ingresando en el infierno.


Aullido, para Carl Solomon

I

Yo vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la
    locura, hambreadas, histéricas, desnudas
arrastrarse por las calles de los negros en el crepúsculo en busca de
    un pico desesperado,
hipsters de cabeza de ángel ardiendo por la antigua conexión     celestial al motor estelar en la maquinaria nocturna,
esos que en la pobreza y en andrajos y con ojos huecos y en lo alto se
    incorporan fumando en la oscuridad sobrenatural de los
    departamentos con agua fría corriente y flotan cruzando los
    techos de las ciudades y contemplando el jazz,
esos que desnudaron sus sesos al cielo bajo el Empire State y vieron
    a los ángeles mahometanos vacilando sobre los techos     iluminados de los conventillos,
esos que pasaron por universidades con radiantes ojos tibios alucinando
    Arkansas y Blake -una tragedia leve entre los eruditos de la
    guerra,
esos que fueron expulsados de las academias por locos y por haber     publicado odas obscenas en las ventanas de la calavera,
esos que se agacharon en ropa interior en las habitaciones,
sin afeitar, quemando su dinero en basureros y escuchando el
terror a través de la pared,
esos que se quebraron en su vello púbico mientras volvían de Laredo     hacia New York con un cinturón repleto de marihuana,
esos que comieron fuego en pintura en los hoteles o bebieron trementina     en el callejón del Paraíso, murieron o purgaron sus torsos noche
    tras noche
con sueños, con drogas, con pesadillas en vigilia, alcohol y coca     y tragos interminables,
incomparables calles ciegas de nubes temblorosas y relámpagos en     la
    mente, saltando hacia los postes de Canadá & Paterson,     iluminando todo el mundo inmóvil del entre Tiempo
solidez del peyote en los salones, amaneceres del cementerio del árbol
    verde en el patio trasero, borrachera de vino sobre los tejados,
    fachadas de almacenes municipales  picadas de neón eludiendo los
    semáforos, vibraciones de sol y luna y árbol en las rugientes
    oscuridades invernales de     Brooklyn, ceniceros delirantes y
    majestuosa luz de la mente;
esos que se encadenaron a los subterráneos para un viaje sin fin desde
    Battery al Santo Bronx en benzedrina hasta que el ruido de las
    ruedas y los chicos los llevaron a un naufragio estremecedor con
    el apaleado desierto del cerebro totalmente vaciado de brillo en
    la lóbrega luz del zoológico,
esos que se sumergieron en la luz submarina de Brickford's,     salieron a flote y se sentaron ante una cerveza rancia por la
    tarde en el desolado Fugazzi's mientras oían el juicio final del tocadiscos automático de hidrógeno,
esos que hablaron continuamente durante setenta horas desde el     parque al colchón al bar a Bellevue al museo al puente de     Brooklyn,

una patrulla perdida de conversadores platónicos saltando desde los
    escalones de las salidas de emergencia de los antepechos de las
    ventanas del Empire State hasta la luna,
rebuznando chillando vomitando susurrando hechos y memorias y     anécdotas y patadas en el ojo y electroshocks en los     hospitales
    y cárceles y guerras
íntegros intelectos lanzados en una convocatoria de siete días con sus
    noches y ojos brillantes, carne para la sinagoga     arrojada sobre el pavimento,
esos que se esfumaron hacia ningún lado Zen de Nueva Jersey    dejando un
    rastro de ambiguas postales de Atlantic City Hall,
sufriendo exudaciones orientales, quebrantaduras de huesos de Tánger
y migrañas de China con pitadas de cáñamo en una habitación amueblada y sin abrigo de Newark,
esos que vagabundearon en círculos en la medianoche en la carretera
    preguntándose dónde ir, y fueron, sin dejar corazones rotos,
esos que encendieron cigarrillos en vagones haciendo lío a través     de la nieve hasta las solitarias granjas en la noche del     abuelo,
esos que estudiaron Plotino Poe San Juan de la Cruz telepatía y     cábala bop porque el cosmos vibraba por instinto a sus pies     en Kansas,
esos que abandonaron todo en las calles de Idaho viendo visionarios
    ángeles indios que eran visionarios ángeles    indios,
esos que pensaron que apenas estaban locos cuando Baltimore         relampagueó en un éxtasis sobrenatural,
esos que saltaron dentro de limusinas con el chino de Oklahoma al
    impulso de la luz de la calle en la medianoche de invierno,
    lluviosa de la pequeña ciudad,
esos que haraganearon hambrientos y solitarios por Houston     buscando
jazz o sexo o sopa, y siguieron al talentoso español para conversar sobre América y la eternidad, una tarea sin esperanza, y entonces tomaron un barco a África,
esos que desaparecieron en los volcanes de México sin dejar nada atrás
    salvo la sombra de los pantalones y la lava y la     ceniza de la
    poesía desparramada en el hogar de Chicago,
esos que reaparecieron en la costa oeste investigando al FBI en     barbas y pantaloncitos con grandes ojos pacifistas y sensuales
    en su oscura piel saliendo de folletos incomprensibles,
esos que hicieron agujeros en sus brazos con cigarrillos para     protestar contra la niebla de tabaco del capitalismo,
esos que distribuyeron panfletos supercomunistas en la plaza Unión     sollozando y desvistiéndose mientras las sirenas de Los     Álamos los lloraban, y gemían en Wall, y el ferry de la isla     Staten también se lamentaba,
esos que irrumpieron llorando en blancos gimnasios desnudos y     temblando delante de la maquinaria de otros esqueletos,

esos que golpearon a los detectives en el cuello y chillaron con     deleite en los patrulleros no por cometer crímenes sino por     su propia pederastia e intoxicación salvajes,
esos que aullaron de rodillas en el subte y fueron arrastrados fuera
    del techo agitando sus genitales y manuscritos
esos que dejaron que los cogieran por atrás santos motociclistas     y chillaron de gozo,
esos que convidaron y fueron convidados por esos serafines     humanos,
    los marineros, con caricias de amor atlántico y caribeño,
esos que bailaron en la mañana y en las tardes en jardines de rosas y
    en el césped de parques públicos y cementerios desparramando su
    semen libremente a quien quiera que ojalá viniera,
esos que hipaban interminablemente intentando contener la risa pero
    acabaron en un sollozo tras un tabique en un baño turco donde el
    ángel rubio y desnudo vino para penetrarlos con una espada,
esos que perdieron a sus efebos con las tres arpías del destino: la
    arpía tuerta del dólar heterosexual, la arpía tuerta que     disimula su vientre y la arpía tuerta que no hace nada     excepto sentarse sobre su culo y tijeretear los intelectuales
    hilos dorados del telar del artesano,
esos que copulaban extáticos e insaciables con una botella de cerveza
    y un amate, un atado de cigarrillos una vela y se cayeron de la
    cama, y continuaron en el piso y abajo en el vestíbulo y
    terminaron desfallecidos contra la pared con una     visión de la
    última cuenta y vinieron eludiendo el último relámpago de
    conciencia,
esos que mitigaron el rapto de un millón de chicas temblando en el
    ocaso, y tenían los ojos enrojecidos por la mañana pero se
    prepararon para endulzar el arrebato de la salida del     sol, destellando las nalgas en los graneros y desnudos en     el lago,
esos qiue se fueron a putañear por Colorado en una miríada de autos     robados de noche, Neal Cassady, héroe secreto de estos     poemas, padrillo y Adonis de Denver, gozo por la memoria de     su interminable lista de chicas en baldíos & patios traseros     de los comederos, cines, raquíticas hileras en cavernas sobre las
    cimas de las montañas o con camareras flacas en     las banquinas familiares solitarias enaguas levantadas &     sobre todo estaciones de servicio secretas solipsismos de juanes & callejones de la ciudad natal también,
esos que se desvanecieron en infinitas películas sórdidas, fueron     transportados en sueños, despertaron de repente en Manhattan     y se levantaron de los basamentos, se colgaron con una cruel     Tokay y los horrores de la 3a. avenida, sueños de hierro &     tropezaron contra las oficinas de desempleo,
esos que caminaron toda la noche con sus zapatos llenos de sangre     en la nieve de los desembarcaderos de la ribera esperando que una
    puerta en el East River se abriera a una habitación llena de
    vapor y opio,

esos que crearon grandes dramas suicidas en el departamento acantilado
    del Hudson bajo el reflector azul de la luna durante la guerra
    & sus cabezas serán coronadas con laurel en el olvido
esos qzue comieron el guiso de cordero de la imaginación o digirieron
    el cangrejo en el fangoso cauce de los ríos de Bowery,
esos que lloraron por el idilio de las calles con sus carretillas     repletas de cebollas y música en la oscuridad bajo el     puente, y
    se levantaron a construir clavicordios en sus altillos,
esos que tosieron en el sexto piso de Harlem coronados con llamas bajo
    el cielo tuberculoso rodeado por embalajes anaranjados de
    teología,
esos que garabatearon toda la noche bamboleándose y rodando sobre
    excelsos conjuros que en la mañana amarilla se convirtieron en
    estrofas de jerigonza,
esos que cocinaron carroña de animales bofe corazón patas colas borsht
    & "tortillas" soñando con el puro reino vegetal,
esos que se zambulleron bajo furgones de carne buscando su huevo,
esos que arrojaron sus relojes desde el techo para abandonar su cédula
por toda la eternidad fuera del tiempo, & los despertadores cayeron sobre sus cabezas cada día en la próxima década,
esos que cortaron sus muñecas tres veces sucesivas sin éxito,
renunciaron y fueron forzados a abrir antiguos almacenes donde pensaron que envejecerían y lloraron,
esos que fueron quemados vivos en sus inocentes trajes de franela     entre ráfagas de versos plomizos & el martilleo metálico de     los regimientos de hierro de la moda & los chillidos de     nitroglicerina de las hadas de la publicidad & el gas de     mostaza de los siniestros editores inteligentes, o fueron     cazados por los taxímetros borrachos de la Realidad     Absoluta,
esos que saltaron desde el puente de Brooklyn esto actualmente sucedió
    y se perdieron caminando, desconocidos y olvidados en el
    fantasmal deslumbramiento de una sopa de Chinatown, callejones
    y autobombas, sin siquiera una cerveza gratis,
esos que cantaron desesperados desde sus ventanas, se arrojaron por la
    ventanilla del subte, saltaron en el inmundo Passaic, se montaron
    a los negros, lloraron todos en la calle, bailaron descalzos
    sobre vasos rotos quebraron discos pornográficos del nostálgico
    jazz alemán de la Europa del '30 se terminaron el whisky y se
    lanzaron gruñendo en el sangriento retrete, quejidos en sus oídos
    y la ráfaga de colosales silbidos de vapor,
esos que barrenaron los caminos del pasado recorriendo de uno a otro
    el caliente azote del Gólgota la mirada de soledad en     la cárcel
    o la encarnación del jazz en Birmingham,
esos que manejaron a campo traviesa setenta y dos horas para descubrir
    si yo tenía una visión o tú tenías una visión o él tenía una
    visión para hallar la Eternidad,

esos que viajaron a Denver, que murieron en Denver, que regresaron a
Denver & esperaron en vano, que vigilaron Denver & se cobijaron & se aislaron y finalmente se fueron     a encontrar el Tiempo, & ahora Denver está abandonada para sus héroes,
esos que se arrodillaron en catedrales sin esperanza rezando por     la
    salvación de cada uno y la luz y los pechos, hasta que el alma
    iluminó su cabellera por un segundo,
esos que estrellaron sus mentes en prisión esperando a imposibles
    criminales con cabezas doradas y el encanto de la realidad     en
    sus corazones que cantaban dulces blues e Alcatraz,
esos que se retiraron a México a cultivar un hábito o a las Montañas
Rocosas hacia Buda el tierno o a Tánger hacia los muchachos o al Pacífico sur en la negra locomotora o a Harvard al Narciso a Woodlawn a las margaritas o a la tumba,
esos que exigieron juicios de salud acusando a la radio de     hipnotismo
    & los dejaron con su demencia & sus manos & un jurado en
    desacuerdo,
esos que arrojaron ensalada de papas a los conferencistas sobre
    dadaísmo del Centro Cultural de New York y después se presentaron
    en las escalinatas de granito del manicomio con     las cabezas
    afeitadas y arlequines discursos de suicidio, exigiendo la
    inmediata lobotomía,
y a quienes en lugar del vacío concreto de la insulina se les dio     metrasol electricidad hidroterapia  terapia ocupacional ping pong
    y amnesia,
esos que en una protesta sin humor dieron vuelta sólo una simbólica
    mesa de ping pong, reposando brevemente catatónicos,
volviendo años después calvos de veras salvo una peluca de     sangre, y
    lágrimas y dedos, hacia la sentencia visible del enajenado de los
    custodios de las dementes ciudades del Este,
los fétidos vestíbulos de Pilgrim State, Rockland y Greystone
    murmurando con los ecos del alma, golpeando y rodando en la
soledad de medianoche en los bancos dolménicos reinos del amor, el sueño de la vida una pesadilla, cuerpos convertidos en piedra, tan pesados como la luna,
con la madre finalmente ****** y el último libro fantástico arrojado     desde la ventana de trementina y la última puerta cerrada a las
    4 a.m. y el último teléfono estrellado contra la pared como
respuesta y la última habitación amueblada vaciada hasta el último mueble mental, una rosa amarilla de papel     enroscada en una percha de alambre en el ropero, y aun eso es imaginario, nada sino un esperanzado pedacito de     alucinación,
ah, Carl, mientras no te salves, yo no me salvaré, y ahora tú estás en
    la animal sopa total del tiempo
y quienes en consecuencia corrieron por las calles heladas     obsesionados con un repentino relámpago de la alquimia del     uso
    de la elipse el catálogo el metro y el plano vibratorio
quienes soñaron e hicieron encarnar brechas en Tiempo & Espacio a
    través de imágenes yuxtapuestas, y atraparon al arcángel del alma
    entre dos imágenes visuales y unieron los verbos     elementales y fijaron el sustantivo y el golpe de conciencia juntos saltando con la sensación del Pater Omnipotens     Aeterna Deus

para recrear la sintaxis y medir la pobre prosa humana y quedarse     ante ti sin palabras e inteligente y sacudiéndose con     vergüenza,
    rehusando aún confesar el alma para conformar el     ritmo del
    pensamiento en su desnuda cabeza sin fin,
la vagancia del enajenado y el golpe del ángel en el Tiempo,     desconocido, todavía puesto aquí lo que podía dejarse para     decir en el tiempo después de la muerte,
y se alzaron reencarnados en las fantasmales ropas del jazz en la
    sombra de la trompeta de la banda y tocaron el     sufrimiento de
    la mente desnuda de América para amar en un lamento de saxofón
como un eli eli lammma lamma sabactahani que sacudió a las ciudades hasta la última radio
con el corazón absoluto del poema de la vida carnal de sus     propios cuerpos buenos para comer mil años.








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