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sábado, 28 de enero de 2017

El análisis

Fue en la duodécima edición del Festival Internacional de Poesía de Rosario. En el Centro Cultural Bernardino Rivadavia estaba montada una especie de feria de libros y en el auditorio principal se desarrollaban las lecturas programadas. 



Fue una mañana, o temprano en la tarde, en una mesa con cuatro o cinco poetas. Era el año 1997 y el neoliberalismo dominaba el país, América y el mundo sin contrapesos a la vista. Tres años antes había estallado la burbuja mexicana -efecto tequila- y Argentina recibía los coletazos de un cimbronazo similar en el Brasil. Pero de todas maneras, la paridad un peso igual a un dólar mantenía la ficción primermundista de los argentinos.
Esa mañana -o esa tarde- en Rosario, subió al estrado un hombre canoso, con una gorra azul y se sentó al lado de sus colegas. Cuando le tocó el turno habló en forma pausada, casi morosa, como si contara un secreto. Y recordó sus tiempos en las cárceles uruguayas, cuando uno de los generales de la dictadura, que se había comprometido públicamente a no matarlo -ni a él ni a sus compañeros- hacía lo posible por quebrar su vida. Mencionó, en ese mismo tono menor, que había pasado años en pocilgas de dos metros por uno, unos pozos en los que apenas podía moverse, donde apenas entraba la luz del sol.
En esos días estuvieron mucho tiempo bajo tierra, con castigos que suprimían el agua. Por eso aprendieron a beber sus propias orinas. No veían un rostro humano, ni el sol; no se vieron entre ellos. Decía que el aislamiento era una tortura de otro nivel. A los dirigentes de la organización, los separaron por todo el país. De los nueve, uno murió en el calabozo y dos se trastornaron.
Contaba entonces que cada uno buscaba formas de salvación, formas de comunicarse. Sentados en el piso y con golpes en la pared reinventaron el código Morse con el cual se contaban historias, novelas que habían leído, anécdotas de su vida, intercambiaban análisis políticos. Para él también estaba la poesía, que escribía con retazos de lápices en el dorso del papel metalizado de los cigarrillos que fumaba sin cesar. Y con esos papeles fue construyendo una obra que después salió a la luz. Los poemas se adecuaban al tamaño del papel, tenían ritmo, rima, imágenes que Mauricio Rosencof recordaba de la vida libre, más las que le sugería el cautiverio. Años más tarde, él y sus compañeros -José Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y otros militantes del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros quedaron libres. Mujica llegó a la presidencia del Uruguay, y lo llevó a Fernández Huidobro, que fue su ministro de Defensa y murió en agosto del año pasado. Con Fernández Huidobro, Rosencof escribió las “Memorias del calabozo”, una especie de homenaje a su vida en la cárcel. Y su poesía, que entonces circulaba de mano en mano, cuando lo podían visitar su mujer o alguno de sus hijos y sacarla en forma clandestina de la cárcel, ahora es cantada con música compuesta por Jaime Roos, entre otros.

https://www.youtube.com/watch?v=Aw9X4bTzMG0

https://www.youtube.com/watch?v=AaoL2itJtfM

 https://www.youtube.com/watch?v=1B5lI58RKVo

https://www.youtube.com/watch?v=W0UGXc9nEPg

Veinte años después de la lectura en Rosario, en esta tarde calcinante de verano en Neuquén, el fin de año tiene más sabor a final que ninguno. En la penumbra de su casa, el Rulo levanta sus ojos y dice el análisis, el análisis de coyuntura, mientras tomamos un vino fresco.
¿Cómo es el asunto?, pregunto. Hay que buscar elementos de contacto, algo que nos dé esperanza, agrega cuando mi visión (pesimista) de la realidad no hace más que deprimir la tarde y busca imponerse como un animal poderoso en esta jungla terrible que es el país. O como un capitalista financiero que dominase los resortes de la economía, de la sociedad y de la política. Y no hay nada fuera de tanta asfixia.
El Rulo, paciente, sonríe. Mira a los costados y piensa otra vez en su cautiverio, en el de tantos y por tantos años. Y se pone didáctico: mirá, confía a media voz como si alguien ajeno pudiera escuchar, no teníamos nada: no veíamos la luz del día, nos suspendían los recreos y las visitas eran cada vez más cortas y vigiladas. En ese ambiente teníamos que buscar formas de esperanza, de sobrevivencia. Ese tono recuerda el de Rosencof en Rosario como si estuviera de regreso en el Bernardino Rivadavia, ante los mismos gestos para sobrevivir.
Afuera, los zorzales brincan en torno del agua de riego, buscan lombrices quizás, algún insecto, como los que los uruguayos comían cuando estaban en el pozo. O como los que acompañaban al Rulo en la cárcel, a la araña que esperaba pacientemente ver salir de su escondite día a día, cuando no había otro contacto con un ser vivo en esa celda. Él recorrió todas las prisiones federales del país durante la dictadura.
Sin contradecir abiertamente, explica: hay que rescatar esos gestos, esas huellas de la esperanza. Cuando estábamos a la sombra, no nos dejaban ni hablar entre nosotros. Y la única forma que encontramos fue volver al análisis de coyuntura, para saber dónde estábamos parados, para continuar con una práctica que nos permitía mirar la realidad, cambiarla quizás cuando estábamos en libertad. Y ahora enjaulados, nos servía para mantenernos. Era un espacio de supervivencia, permitía saber que estábamos vivos y que había una posibilidad de resistencia.
El Rulo trae a esa habitación penumbrosa, con dos vasos de vino tinto en medio, los códigos que inventaron en la cárcel para comunicarse, los métodos para transmitir esos pensamientos, esos análisis. Los compañeros, dice, nos necesitábamos unos a otros. Inventamos un sistema de golpes en la pared, o en la cañería. Un golpe, sí; dos, no.
Cacho y Toto a veces recuerdan también, en los asados, mientras Alcira,su compañera, interviene: ella siguió al Rulo por todas las cárceles. Su resistencia estaba por ese lado, con organismos incipientes: la asamblea, familiares de detenidos, cels, madres, abuelas.
En un papel de cigarrillo, dice, transcribíamos los documentos de la conducción, cada uno su parte. Lo enrollábamos, con el papel metalizado por fuera, envuelto en el celofán, le decíamos “el caramelito” porque si llegaban la requisa o la guardia de improviso, lo guardábamos en la boca. A vecs, cuando lo tragábamos, había que buscarlos en el inodoro a los dos o tres días para rescatarlos.
Es inevitable rememorar el relato de Papillon, la novela de Henri Charrière, que estuvo de moda en esos años, aunque en este caso la operación fuera al revés. Además, nada que ver con Alcatraz y guardar dinero, no. Era apenas el comentario sobre política, sociedad, economía, cultura, formas de interpretar la realidad. Cuando no tenían recreos juntos, el caramelito pasaba de mano en mano en los baños, a los que concurrían en grupos.

Ahora, Mauricio Rosencof tiene más de ochenta años y piensa que la muerte no es un problema, porque "cuando ella está yo no estoy, cuando yo estoy ella no está"-. Pero esa tranquilidad está lejos de significar quietud. Este hombre que no tiene en su vocabulario la palabra arrepentimiento, vive sus días como una construcción para ser "mejor tipo" y fiel a un juramento que hizo hace más de 30 años con Fernández Huidobro cuando estaban recluidos en un pozo: dar testimonio de lo vivido.

Y el Rulo concluye: hay que seguir con el análisis de coyuntura, que nos junta, que crea espacios donde no entran ellos. La resistencia también necesita alegría, y si es necesario, vamos con la verdulera. Seguimos. Esto no es peor que aquello: ahora no hay desaparecidos, no estamos presos,  la CGT no está intervenida, pese a todo. Ahora no nos matan. No pueden. Estamos vivos, y seguimos.

Gerardo Burton
geburt@gmail.com

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