por Gerardo Burton
Dice Wallace Stevens que “la poesía tiene que ver con la realidad en su aspecto más particular”. Analizar esa afirmación parece obvio: cierto que hay una relación con la realidad, pero para Stevens, ese vínculo es estrecho, próximo: se da en “su aspecto más particular” (el ‘su’ pertenece a la realidad). Entonces, puede decirse que esta relación ocurre en el aspecto más genuino, el menos universal que proporciona esa realidad.
Así, la significación de la poesía está estrechamente vinculada con la realidad a que pertenece (son casi palabras del poeta norteamericano). Yo agrego: esa significación tiene que ver con el contexto, con la historia inmediata, con el famoso aquí y ahora. Es un eje sincrónico, a la manera de un puñal que se clava, vertical, y hiende el momento, el aire, el instante. Recuerdo entonces a Simón Kargieman, que hablaba en un libro de poemas casi aforísticos de “un instante: el infinito”.
Sigue Stevens: la forma del poema es significativa, o sea, adquiere significado y significa ella misma, sólo en relación con la realidad que se revela a partir del poema. Es la generación del poema, la búsqueda de esa poesía que transcurre entre las palabras, dentro de las palabras, debajo de ellas y siempre mucho menos en ellas. La poesía transcurre entre imágenes, sonidos, colores, sensaciones y se materializa en el modo en que el poeta escribe. El poeta escribe determinado poema sobre una realidad, pero también escribe sobre otra cosa.
Es que la poesía ocurre en el silencio entre las palabras, en el blanco que queda en el papel cuando el poema queda dibujado como ideograma. Como si el poeta hubiese escrito con esa “tinta simpática” de los juegos infantiles otro poema por debajo o por detrás del que se lee y que puede entreverse al trasluz, sobre las llamas. Así son las palabras, y funcionan como un vehículo elusivo, engañoso. Como una añagaza de sentido: mientras señalan hacia una dirección, en realidad van por otro lado, conducen –o son conducidas por- la poesía hacia sendas y destinos no conocidos por el poeta.
No es infrecuente que ocurran esos hallazgos casi milagrosos, como ese encuentro inesperado que nos lleva por otros caminos impensados. Si elijo este final, ¿habré desechado los otros finales posibles? Si opto por esta imagen, ¿habré abortado las demás? No lo creo. Por el contrario, permanece la posibilidad infinita de una multiplicidad de poemas, esa posibilidad siempre abierta y siempre paralela de continuar el poema por otros rumbos, hacia otros finales en continua latencia o en permanente acto, quién sabe.
El modo en que el poeta escribe, el modo en que relaciona la realidad con la poesía, ese puente “irracional” que existe entre eso que le proporcionan los sentidos o su ideología y el resultado (o sea, el poema) es el estilo, eso que a veces también llamamos “la voz” del poeta.
El estilo, afirma Stevens, “es algo inherente, algo que se infiltra”, y así adquiere la misma naturaleza de aquello en donde es encontrado: el poema, el relato teológico o la conducta de un hombre. Entonces puedo extender el sentido: el estilo es la poesía; el estilo es el poeta; el estilo es la literatura; el estilo es el arte.
Aunque dejasen de existir los dioses, la poesía que los relata siempre recordará su origen, es decir, significará en una realidad determinada más allá de los escepticismos reinantes. Y, en esta línea, poesía, religión y arte son una manera de abordaje de la realidad: no son la realidad, de ninguna manera, porque no son la vida real: son el reflejo de la vida real, o mejor, la vida real trasegada desde la piel del poeta, de la poesía, de la palabra.
Es decir: ese estilo permanecerá aun cuando desaparecieran otros elementos externos: si dejaran de existir los dioses griegos, un poeta griego se expresará como tal; si cayera en descrédito la fe en un dios hebreo, los poetas de ese pueblo siempre será hebreos; un poeta italiano siempre expresará su país, y, en el caso nuestro, la Patagonia se verá en nuestros textos aun cuando se presuma de cosmopolitismo, posmodernismo o cualquier otro ismo.
Hablamos de moral o de religión por el milagro que, se supone, ocurre durante la escritura del poema. Ciertas hierofanías cambian derroteros, modifican escrituras. Hay sentidos (y destinos) que se conocen tras la escritura. Pero la moral y la religión son apartadas en el momento del poema, en el momento en que el poema ocurre.
En ese trance, el poeta ejerce el oficio de intermediario. La función del arte (y la religión) es interceder ante una realidad que no somos nosotros, ante esa masa caótica de hechos, objetos y seres y entes que a veces creemos ordenada y muchas veces no. En esa intercesión, dice el poeta estadounidense, “la virtud suprema es la humildad, pues los humildes son aquellos que van por el mundo con el amor por lo verdadero en sus corazones”.
El poeta fabrica una herramienta para acceder (conocer, comprender) la realidad. Y esa poesía también funciona como un escudo que impide enceguecerse, encandilarse con una luz inconmensurable que ya transita entre los huecos invisibles del poema y sus palabras.
Enero-febrero 2015
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