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jueves, 28 de enero de 2016

Aullido, por Allen Ginsberg, última parte

Un asfódelo



Oh, estimado, dulce y rosado
deseo inasequible
...  ¡qué triste, no hay manera
de cambiar el loco
y cultivado asfódelo, la
realidad visible ...


y los pétalos aterradores
de la piel – cómo me inspiré
para estar tan yaciente en la sala
borracho y desnudo
y soñando, en la ausencia
de electricidad...
dale que dale comiendo la raíz inferior
del asfódelo,
el destino gris...

buscando procrear
sobre el sofá floreado
como sobre un banco en Arden‑
esta noche mi única rosa es el placer
de mi propia desnudez.



La Canción

El peso del mundo
es amor.
Debajo la carga
de soledad,
debajo la carga
de descontento

el peso,
el peso nosotros llevamos
es amor.

¿Quién puede negarlo?
En sueños
toca
el cuerpo,
en el pensamiento
construye
un milagro,
en la imaginación
agoniza
hasta nacer
en el humano ‑

cuidado con el corazón
que arde de pureza ‑
pues el lastre de la vida
es amor,

pero nosotros llevamos el  peso
con fatiga,
y por lo tanto debemos descansar
en los brazos del amor
al final,
debemos descansar en los brazos
del amor.

No hay descanso
sin amor,
no se puede dormir
sin sueños
de amor ‑
estar loco o estremecido
y obsesionado con los ángeles
o las máquinas,
el deseo final
es amor
‑ no puede ser más amargo,
no se lo puede negar,
ni se lo puede detener
si se niega:

el peso es demasiado pesado

‑ debemos dar
sin esperar nada a cambio
como el pensamiento
se da
en soledad
en toda la excelencia
de su exceso.

Los cuerpos cálidos
brillan juntos
en la oscuridad,
la mano se mueve
hacia el centro
de la carne,
la piel tiembla
de felicidad
y el alma viene
alegre al ojo ‑

sí, sí,
esto es lo que
yo quise,
siempre,
Yo siempre quise,
volver
al cuerpo
donde yo nací.



El huérfano silvestre


Suavemente, la madre
lo lleva vagando
por el ferrocarril y por el río
‑es el hijo de lo escondido
el ángel del hot rod‑
y él imagina automóviles
y los pasea en sus sueños,

tan solitario creciendo arriba entre
los automóviles imaginarios
y muertas almas de Tarrytown

para crear
fuera de su imaginación propia
la belleza de sus salvajes
antepasados ‑ una mitología
que él no puede heredar.

¿Alucinará él luego
 sus dioses? ¿Despertará
entre misterios con
un destello loco
de reminiscencias?

El reconocimiento ‑
algo tan raro
en su alma,
se encuentra sólo en sueños
‑ nostalgias
de otra vida.

Una pregunta desde el alma.
y los ofendidos
pierden todo agravio
en su inocencia
‑ un gallo, una cruz,
una excelencia de amor.

Y el padre se aflige
en una posada de mala muerte
-complejidades de la memoria-
a unas mil de millas
lejos, ignorando
que el inesperado
forastero juvenil
vagabundea hacia su puerta.
En el dorso de lo real

en el patio del ferrocarril en San José
yo vagué desolado
frente a una fábrica de tanques
y me senté en un banco
cerca de la cabaña del guardabarrera.

una flor yace en el heno sobre
la carretera de asfalto
‑ el terror de la flor de heno
yo pensé ‑ tuvo un
quebradizo tallo negro y
la corola de la amarillenta y sucia
espiga como la corona de espinas
de Jesús y un sucio
penacho de algodón seco en el centro
como una brocha de afeitar usada
que queda olvidada bajo
el garaje por un año.

¡Flor amarilla, amarilla, y
flor de la industria,
rústica flor espigada y horrible,
florece sin embargo,
con la forma de la rosa grande y amarilla
en tu mente!
Ésta es la flor del Mundo.

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