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domingo, 31 de agosto de 2014

Raymond Carver - Selección de poemas

El rasguño

    Me desperté con una mancha de sangre reseca
    pegoteada sobre uno de mis párpados. Un arañazo,
    profundo, cruza transversalmente las arrugas de mi frente.
    Sin embargo, últimamente, he estado durmiendo solo.
    Y me pregunto por qué un hombre, incluso en un mal sueño,
    alzaría la propia mano para lastimarse la cara.


    Esta mañana pretendo responder esta pregunta
    y otras similares, mientras observo en silencio
    mi rostro que se refleja en los cristales de la ventana.

Sala de autopsias

    En esos tiempos yo era joven y la fuerza
    de diez hombres habitaba mi cuerpo,
    para lo que mandaran.
    Trabajaba en el hospital en el turno noche
    y una de mis responsabilidades
    cuando el forense terminaba sus tareas
    era la de limpiar la sala de autopsias.
    Ellos no tenían horario, algunas veces
    terminaban temprano, otras demasiado tarde.
    Y para que el personal de limpieza no se aburriera
    dejaban objetos olvidados en la mesa de trabajo.
    Un pequeño bebé quieto como una piedra
    y más frío que la nieve. Un negro corpulento de pelo blanco
    con el pecho partido al medio y los órganos vitales
    flotando en una bandeja a un costado de su cabeza.
    Yo siempre estaba solo, ahí. La manguera derramaba agua.
    Las luces colgadas del techo encandilaban.
    Una vez dejaron sobre la mesa una pierna,
    una pierna de mujer de formas perfectas
    y excesiva palidez.
    Yo sabía para qué era la pierna,
    en ocasiones los había observado.
    A pesar de eso me quedé sin respiración.

    De madrugada en casa mi mujer
    me decía “Dulce, todo va a salir bien. Podemos hacer cambios,
    vivir de otra manera”. Pero no es tan fácil.
    Ella agarraba mi mano entre las suyas, con fuerza,
    yo me reclinaba en el sillón y cerraba los ojos.
    Yo pensaba en… cualquier cosa. No sabía en qué.
    Yo dejaba que ella llevara mi mano a sus tetas.
    Yo abría los ojos y miraba el cielorraso o el piso,
    qué importa…
    Mis dedos se arrastraban hacia su pierna, tibia y bien formada,
    que ante la más suave caricia temblaba y se levantaba delicadamente.
    Mi mente estaba confundida y cómo decirlo ¿sacudida?
    No pasaba nada. Todo estaba pasando.
    La vida era una piedra
    que lentamente se iba gastando
                                                                    y afilando.

El don de la ternura

    Tarde en la noche. Comenzó a nevar.
    Los copos húmedos caían
    más allá del cristal de las ventanas,
    surcando el aire frío
    ocultaban el resplandor de la ciudad.
    Observamos un rato la tormenta
    sorprendidos, felices, satisfechos
    de estar allí y no en otro sitio.
    Puse un leño en el hogar,
    me pediste que regulara
    el tiro de la chimenea.
    Nos metimos en la cama.
    Cerré mis ojos, de inmediato,
    pero
    por razones que desconozco
    antes de dormirme
    el aeropuerto de Buenos Aires
    atravesó mi memoria.
    Recordé esa tarde,
    la temprana oscuridad, las sombras.
    Reconstruí la escena:
    regresé a ese paisaje desolado
    donde flotaba un silencio sepulcral
    interrumpido únicamente por el rugido
    de las turbinas del avión que carreteaba
    lentamente bajo una lluvia de granizo,
    tan fino que lo confundimos con nieve.
    En las ventanas de los edificios no había luz.
    Un lugar realmente solitario.
    Sólo pasillos abandonados, hangares vacíos.
    No vimos a una sola persona.
    “Es como si todo estuviera de luto,”
    fue tu comentario.

    Abrí mis ojos.
    El ritmo de tu respiración
    me dijo que estabas profundamente dormida.
    Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos.
    Mis evocaciones
    me trasladaron de la Argentina
    a un departamento en el que pasé
    un tiempo de mi vida, en Palo Alto.
    No nieva en esa ciudad,
    pero el departamento disponía
    de un amplio ventanal desde donde
    podríamos haber mirado por horas
    la autopista que rodea la bahía.
    La heladera estaba al lado de la cama.
    Las noches calurosas, sofocantes,
    cuando me despertaba con la garganta seca
    sólo tenía que estirar el brazo, abrir la puerta
    y dejarme guiar por la luz interior
    hasta el botellón con agua refrescante.
    En el baño un pequeño calentador eléctrico
    descansaba cerca del lavatorio.
    Todas las mañanas mientras me afeitaba
    calentaba agua en una vieja sartén,
    el frasco de café instantáneo,
    siempre a mano, en el botiquín.

    Un mañana me senté en la cama
    vestido, recién afeitado,
    bebiendo sorbos de café caliente
    intentando olvidar planes,
    proyectos, todas esas cosas
    que había decidido realizar.
    Finalmente disqué el número
    de Jim Houston que vive en Santa Cruz,
    le pedí prestados 75 dólares.
    Me contestó que estaba sin fondos.
    Su mujer había viajado a México
    por unos días y él ya no tenía dinero,
    no llegaba a fin de mes.
    “Está bien”, le dije. “Te entiendo.”
    Y así era,
    no necesité explicaciones.
    Hablamos un poco más y cortamos.
    Terminé el café cuando el avión
    comenzaba a elevarse en mi recuerdo
    y yo desde la ventanilla miraba
    por última vez las luces de Buenos Aires.
    Después cerré los ojos
    iniciando el largo regreso.

    Esta mañana hay nieve por todos lados.
    Hablamos sobre la tormenta.
    Me comentás que no dormiste bien.
    Te digo que yo tampoco.
    Tuviste una noche terrible. “Yo también.”
    Estamos tranquilos el uno con el otro,
    nos asistimos tiernamente
    como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,
    las mutuas inseguridades.
    Creemos adivinar los sentimientos del otro,
    no podemos, por supuesto, nunca podremos.
    No tiene importancia.
    En realidad es la ternura la que me interesa.
    Ése es el don que me conmueve, que me sostiene,
    esta mañana, igual que todas las mañanas.

El caballete

    He perdido el tiempo esta mañana,
    y estoy profundamente avergonzado.
    Ayer noche me acosté pensando en mi padre.
    En el riachuelo donde pescábamos -Butte Creek-
    cerca del lago Almanor. El agua me arrullaba en sueños.
    En el sueño, estaba por todas partes
    y yo no podía levantarme ni moverme.
    Pero cuando desperté esta mañana temprano
    fui al teléfono. Aunque
    el río fluía allá abajo en el valle,
    en la pradera, corriendo entre los tréboles.

    Pinos se alzaban a ambos lados de la pradera.
    Y yo estaba allí.
    Un niño sentado en un caballete de madera,
    mirando hacia abajo.
    Viendo a mi padre beber agua con las manos.
    Luego dijo: "El agua está tan buena.
    Me gustaría poder llevarle a mi madre un poco de este agua"
    Mi padre todavía la quería, aunque estaba muerta
    y él había pasado mucho tiempo lejos de ella.

    Tuvo que esperar algunos años más
    hasta que pudo ir a donde estaba. Pero él quería
    a esta región donde se encontró a sí mismo. El Oeste.
    Durante treinta años la tuvo en el corazón,
    y luego la dejó ir. Se acostó una noche
    en un pueblo del norte de California
    y no despertó. ¿Hay algo más sencillo?

    Me gustaría que mi vida y mi muerte fueran tan sencillas.
    De modo que cuando despierte
    una hermosa mañana como ésta,
    después de estar en algún sitio
    donde quería estar toda la noche,
    algún sitio importante, pudiera moverme del modo más natural
    y sin pensar en ello, hasta mi mesa de trabajo.

    Digamos que lo hice, del modo más sencillo que he descrito.
    De la cama a la mesa de trabajo de la infancia.
    Desde aquí no hay mucho hasta el caballete.
    Y desde el caballete podría mirar hacia abajo
    y ver a mi padre cuando necesitara verlo.
    Mi padre bebiendo aquel agua fresca. Mi dulce padre.
    El río, sus praderas, y pinos, y el caballete.
    Ese. Donde estuve una vez.

    Me gustaría hacer eso
    sin tener que disculparme ante mí mismo por ello.
    Ni sentirme mal por interesarme por cosas menos importantes.
    Sé que es hora de cambiar de vida.
    Esta vida -con sus complicaciones
    y llamadas telefónicas- es indecente,
    y una pérdida de tiempo.

    Quiero hundir mis manos en agua fresca.
    Del modo en que lo hizo él. Otra vez y otra vez y otra.







Raymond Carver nació en Clatskanie, el 25 de agosto de 1938, y murió el 2 de agosto de 1998 en  Port Angels, Estados Unidos. Sus relatos breves impusieron un modelo narrativo denominado por la crítica "realismo sucio", porque sólo trataba temas cotidianos (sin nada heroico o excepcional) con un estilo seco y sin concesiones metafóricas. Para mantener a su esposa y a los dos hijos de ambos tuvo que aceptar trabajos de baja calificación y peor salario (asistente de una gasolinera, portero...) durante una etapa de su vida cuya inestabilidad económica lo marcaría para siempre. En 1958 empezó a interesarse seriamente por la narrativa después de haber asistido a un curso de escritura creativa en el Chico State College.
   Publicó sus primeros cuentos cortos en revistas, mientras estudiaba en el Humboldt State College de California, en 1963. Carver declaraba que eran tantas sus preocupaciones con los niños que apenas tenía tiempo para escribir, lo que determinó la brevedad de sus cuentos y que descartase la novela como género. Empezó a beber descontroladamente a partir de 1967 y hasta 1977, y llegó a ser incluso hospitalizado por alcoholismo.
   En 1976 alcanzó reputación con la colección de cuentos ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? En 1983 obtuvo un importante premio monetario de la Academia Norteamericana y el Instituto de Arte y Literatura, que le permitió reservar tiempo para escribir. Sus cuentos pueden dividirse en dos grandes etapas: la primera hasta principios de la década de 1980, y la segunda desde allí hasta su muerte.
Sus poemas reflejan el estilo duro y directo con que abordaba los problemas de la existencia humana: el absurdo, la fragilidad de las relaciones humanas y el sinsentido de muchas de las convenciones sociales.

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